"Prácticamente la totalidad de los consumidores de sexo de pago son personas normales y corrientes, es decir, gente de izquierdas y derechas, rica y pobre, casada y soltera, culta e ignorante, atea y creyente… La idea de que se trata de personas excepcionales, raras, con problemas específicos, se desmonta con el simple acto de abrir varios periódicos y leer sus páginas de anuncios por palabras"
Juan José Millás, escritor y periodista
Ocasionalmente llegan a mi correo electrónico mensajes de periodistas que quieren que participe en programas o documentales. Percibo que les mueve el morbo y que tienen una imagen preconcebida de la prostitución, y especialmente del cliente o "putero". No me queda más remedio que sonreir cuando comentan cosas como "no te imaginaba tan joven", "pero si eres guapo" o "¿cómo un chico como tú se va a ir con putas callejeras?".
No me ofendo porque sé que en sus palabras no hay maldad sino ignorancia, que resulta muy difícil modificar la imagen existente sobre la prostitución... y que, no hace tanto tiempo, yo mismo compartía sus erróneas creencias.
Sin embargo,
si se toman la molestia de ir conociendo a putas y puteros, es bastante probable que les ocurra lo mismo que al prestigioso periodista Juan José Millás: que se les caigan al suelo todos los estereotipos sobre la prostitución (cuando hay algo bueno que reconocerle a un progre se reconoce, eso va por mi "fan" que no me deja pasar una...).
El problema es que no nos dan ni la menor oportunidad de explicarnos, que nos cuelgan el sambenito y a partir de entonces "se apartan de nosotros y nos miran de un modo especial" como explica Marga que la ocurrió. De Margarita Carreras he hablado en muchas otras ocasiones en este blog, pero como siempre voy teniendo nuevos lectores tendré que volver a presentarla.
Esta señora ejerce la prostitución callejera en el Raval y se encuentra entre las personas que más admiro, cada vez que la escucho me identifico completamente con ella a pesar de que aún no he podido conocerla personalmente. Me gusta tanto lo que dice como la manera en que lo hace, sus implacables argumentos son los que yo emplearía (en mi caso quizá un poquito menos vehementemente, en persona no son tan fiero como cuando escribo) y ha llegado a hacerse escuchar en el Senado, en el Parlamento Europeo y son numerosísimos los medios de comunicación -en todos los soportes- que la han entrevistado. En mi opinión es LA FIGURA de referencia de la prostitución en España. Ya sé que aquí entran otras compañeras cuya labor es realmente encomiable, por las que siento un auténtico aprecio y respeto... pero la mejor sólo puede ser una. Si sólo puedo conceder una matrícula de honor se la lleva ella.
Pues bien, esta mujer accedió hace unos años a hablar con Millás (enviado por el periódico El País) para que elaborase un reportaje sobre la prostitución. Un buen periodista -al igual que un buen investigador- se alegra cuando descubre cosas nuevas, cuando su mundo se expande, cuando tiene que reconocer humildemente que todavía le queda mucho que aprender. Me hago cargo de que, en según qué medios, prima la línea editorial y tienen que contar lo que se espera que se cuente (no pasa nada si me lo confiesan con anterioridad, como sucedió en el programa de Diario de..., ya sabía a lo que iba). Pero si pueden me alegra que hagan las cosas no como un amarillista sino como un auténtico profesional que cuenta las cosas como las ve,
Millás en su artículo va mostrando las vivencias y preocupaciones de las prostitutas: que son como cualquier otra persona, que sus hijas salen tan "normales" como las demás, que sus clientes no somos unos ogros, que lo que las da problemas muchas veces es la falta de trabajo, que la policía no siempre está para ayudarlas, que las autoridades públicas pasan de ellas como de la mierda...Así que les dejo con este magnífico artículo y de verdad,
no les voy a decir qué pensar, opinen lo que quieran. Lo único que les ruego es que antes de hacerlo nos escuchen y traten de comprendernos, ¿no les gustaría que a ustedes les diesen esa oportunidad?
Marga Carreras tiene 40 años, una niña de seis y es prostituta. Reparte su jornada entre un empleo de camarera y unas horas como “trabajadora del sexo” en las calles de Barcelona. El autor se convierte en su sombra durante un día en que se le caen todos los estereotipos sobre la prostitución. JUAN JOSÉ MILLÁS, EL PAÍS - 04/09/2005
Marga es, en cierto modo, la antiprostituta, por lo que
nada más verla pensé que se me había venido abajo el reportaje. Acudió a la cita con su hija, Salma, de seis años, e iba vestida con una camiseta negra y ancha, que le llegaba hasta los muslos, unos pantalones pirata y unas zapatillas deportivas con calcetines blancos.
No había en ella nada del glamour ni de la sordidez que, alternativamente, esperamos de la prostitución. Me encontraba, en fin, ante una especie de ama de casa harta de hacer camas y pendiente de su hija. Todo en ella parecía tan rutinario como las horas de aquel domingo por la tarde en el que yo había viajado a Barcelona para hacer la sombra de una puta. La niña llevaba un patinete que parecía, por la habilidad con la que lo manejaba, una extensión de sí misma.
El reportaje que yo tenía en la cabeza se me había venido abajo (afortunadamente), porque era el reportaje sobre un estereotipo que esta mujer demolió meticulosamente a lo largo de las horas que estuvimos juntos.Marga Carreras empezó a prostituirse a los 18 años. Ahora tiene 40. Se ganó la vida desde los 14, en una casquería del mercado de la Boquería, en Barcelona, donde entraba a las cinco de la madrugada y salía a las dos de la tarde. Cuando cerraron la casquería y se quedó sin trabajo, decidió hacer la calle. Dice que para ella no era una opción absolutamente rara, pues gran parte de la actividad económica del Raval, barrio donde está situado el mercado, giraba en torno a la prostitución. Las putas iban a comprar acompañadas de sus clientes, y comían en los restaurantes de los alrededores. Había numerosos meublés y pensiones u hoteles cuyas habitaciones se alquilaban por horas. Su primer cliente –dice– llevaba una camisa de Farreras, carísima, con el cuello muy sucio. Pidió un servicio de 6.000 pesetas, cuando los normales eran de 3.000.
–Le dije –añade– que ese servicio incluía una ducha, para que se lavara. El cliente tenía unos 40 años. Desde entonces cogí la costumbre de mirar los cuellos de las camisas.
Me cuenta todo esto mientras cenamos en compañía de otra prostituta, Antonia (nombre supuesto), e Isabel Holgado, una antropóloga que trabaja en LICIT, la organización catalana que da apoyo a las putas y que lucha por la regulación del sector. Hemos elegido la terraza de un restaurante del puerto porque hace muy buena noche. Mientras hablamos, la niña, que liquida su plato en dos minutos, va y viene de un lado a otro sobre su patinete completamente ajena a nuestra conversación. Marga me ha dicho que podemos hablar con confianza delante de ella, pues sabe perfectamente a qué se dedica su madre.
Marga y Antonia son, además de prostitutas, dos activistas eficaces: antes de acabar el primer plato, ya han conseguido introducir como normal en nuestra charla la expresión “trabajadoras del sexo”.
No les molestan los términos prostituta o puta, pero saben que al decir “trabajadoras del sexo” dan a su actividad una dimensión económica que es idéntica al resto de las relaciones económicas que mueven el mundo. La gente cree, me explican, que hay prostitución porque hay prostitutas, cuando el núcleo de este comercio es el cliente, el hombre, al que apenas se menciona en los discursos sobre la prostitución. Este silencio es muy significativo, pues gracias a él, y dado que hablamos de una actividad muy desacreditada socialmente, se carga el peso de ese descrédito sobre la mujer. De hecho, nos referimos a ella con el término peyorativo de puta. Los hombres, en cambio, son clientes. No hay una palabra que posea la carga despectiva de puta para nombrar al usuario del sexo de pago.
Pero donde no se manifiestan los discursos se manifiesta la realidad: en la prensa aparecen más de 1.000 anuncios diarios que venden sexo. Y no hay ningún periódico que renuncie a la parte que le corresponde de esa tarta, por más que en sus editoriales condene la prostitución. Ello quiere decir que
prácticamente la totalidad de los consumidores de sexo de pago son personas normales y corrientes, es decir, gente de izquierdas y derechas, rica y pobre, casada y soltera, culta e ignorante, atea y creyente… La idea de que se trata de personas excepcionales, raras, con problemas específicos, se desmonta con el simple acto de abrir varios periódicos y leer sus páginas de anuncios por palabras, que son, en todos sin excepción, un escaparate de sexo del que ningún lector, por conservador que sea él y la línea editorial de su periódico, abomina.
El discurso de estas mujeres es implacable. Marga, que está preparando una ponencia para el congreso de prostitutas que se celebrará en octubre en Bélgica (véase www.sexworkeurope.org),
se ríe cada vez que escucha el término sordidez asociado a su esquina.–Te voy a contar yo sordidez –me dice–. Hace años trabajé en un catamarán que hacía el viaje Barcelona-Palma de Mallorca. Llevábamos 900 pasajeros y traíamos otros 900. Había seis lavabos. Cuando la mar estaba mala, había 900 personas vomitando en esos seis lavabos y yo tenía que limpiarlo todo. Aquello sí que era sórdido. Dejaba a Salma, que entonces era una bebé, a las cinco de la madrugada en una guardería de la Fundación Vicente Ferrer, en Cuatre Vents, que era la única que estaba abierta las 24 horas. Embarcaba a las seis. Hacíamos el viaje a Mallorca y a las cuatro de la tarde estábamos otra vez en Barcelona para volver a embarcar. Regresaba a Barcelona a la una de la madrugada. La niña estaba entonces en casa de una amiga que la había recogido de la guardería. Yo me iba a dormir a casa de esa amiga hasta las cinco de la madrugada, hora a la que sonaba el despertador y comenzaba de nuevo la bola. Estuve así tres años, sin prostituirme. ¿Sin prostituirme? Y no te digo nada del sueldo porque no te lo ibas a creer. Descansaba un día a la semana si tenía la suerte de que no se había puesto ninguna compañera enferma. La empresa quebró. Entonces hice el curso de camarera de pisos y empecé a alternar este trabajo con la prostitución. La verdad es que siempre lo he alternado con otras actividades. Durante una época trabajé en una empresa de limpieza. Nos mandaban ir aquí o allá. Yo iba mucho a la Trasmediterránea. Antes de que los pasajeros embarcaran, al amanecer, entrábamos un grupo de limpiadoras y hacíamos los camarotes. Se trabajaba a destajo, como haciendo habitaciones en hoteles. El tiempo máximo que le puedes dedicar a cada habitación en un hotel es de 20 minutos, lo que incluye hacer la cama, pasar la aspiradora, quitar el polvo; limpiar la bañera, el lavabo, el retrete, el bidé; fregar el suelo, cambiar las toallas, reponer los jabones, los champús… Hay hoteles en los que la cestita del cuarto de baño tiene más de 15 elementos y todos tienen que estar en su sitio. Ahora alterno un trabajo con otro. De la prostitución vengo a sacar unos 500 euros al mes. El mes pasado trabajaba desde la una de la madrugada hasta las nueve de la mañana en el Fórum. Allí lo hacemos dentro de los coches. A las diez entraba en un hotel, a arreglar habitaciones, hasta las seis de la tarde. Dormía desde las siete hasta la once, y vuelta a empezar. Entre una cosa y otra saco para salir adelante. Salma está interna en un colegio concertado, de monjas, de lunes a viernes. He de pagar ese internado y las colonias de verano. Ahora enseguida vienen los libros, el uniforme, el chándal y todo eso. Pero vale la pena porque la niña está feliz, tiene salud y eso me llena, me justifica.
Marga, al contrario que Antonia, ejerce en la calle desde hace mucho tiempo. Ha trabajado en pisos y en clubes, pero dice que en la calle se siente más dueña de sí misma. En los pisos dependes de cómo le caigas a la gobernanta y has de entregar la mitad de lo que ganas. Antonia cobra 60 euros por servicio, de los que percibe 30. Marga no tiene una tarifa fija. En torno a 20. Otro problema de los pisos es que a veces presionan a las prostitutas para que trabajen sin condón o hagan cosas que no quieren. De hecho, en algunos hay dos tarifas, una con y otra sin. Se han dado casos también de clientes que han violado a alguna prostituta y los dueños del piso no han defendido adecuadamente sus derechos.
En la calle, dice Marga, tú pactas las condiciones porque tú eres la dueña de la situación y lo normal es que los clientes no intenten salirse de lo pactado. Pero la calle, me dicen, está mal, especialmente desde el 92, año en el que se cerraron numerosos meublés para limpiar la ciudad de cara a los Juegos Olímpicos y las prostitutas comenzaron a sufrir un acoso policial que lo único que consigue es cambiar el problema de sitio en función de intereses que unas veces responden a la especulación inmobiliaria y otras a la especulación moral. Me cuentan que esta furia por moverlas de un lado a otro como el que da vueltas a un problema que no sabe cómo resolver, ha llevado a las autoridades catalanas a crear un figura delictiva realmente pintoresca y que recibe el nombre de “uso intensivo de la vía pública”, por el que te pueden poner 300 euros de multa. A los problemas tradicionales se suma ahora el de una inmigración masiva, incontenible, para la que la prostitución constituye una salida de emergencia.
La falta de regulación del sector beneficia a los explotadores, a las redes de traficantes, a las mafias.En España, la prostitución no está penalizada, pero tampoco se reconoce como actividad laboral.
Una puta no puede ser contratada en calidad de tal ni darse de alta como autónoma ni cotizar a Hacienda ni sindicarse ni tener una cartilla de la Seguridad Social ni acceder en su día a una jubilación. Y esto es lo que piden: el derecho a trabajar tranquilas, sin que las moleste la policía, y la posibilidad de acceder a las obligaciones y ventajas del resto de los trabajadores. Quieren entrar en un sistema que las rechaza, pero que es cliente de ellas. Quieren, en fin, formar parte de un sistema en el que ya están.
Se calcula que en España ejercen en torno a medio millón de prostitutas que generan beneficios económicos superiores a los de la industria del ocio (cine, música, etcétera). A la resistencia de los sectores tradicionalmente opuestos a su reconocimiento se une ahora la de una rama del feminismo partidaria de la abolición, al considerar que la prostitución es una forma más de violencia de género. Para el feminismo partidario de la regulación, se trata, en cambio, de una opción laboral más, sin que ello signifique negar situaciones de explotación que se dan en cualquier otro ámbito.
Antonia se ha presentado a la cita con un vestido muy elegante y sutilmente escotado. Es probable que venga de trabajar, aunque suele descansar los fines de semana. “A menos que tenga alguna factura pendiente”, añade. Es suramericana y llegó a España para trabajar en un club que abandonó tras liquidar la deuda que le permitió hacer el viaje. Desde entonces ha trabajado en muchos sitios. Dice que los mejores pisos de Barcelona, aquellos en los que hay más trabajo y mejores condiciones de higiene, son los más antiguos, los de “toda la vida”.
Lamenta carecer aún del valor preciso para reconocer que es prostituta, por lo que no podrá salir fotografiada en este reportaje, pero aprecia el valor de Marga y cree que ése es el camino a seguir. También está preparando una ponencia para el congreso de Bruselas, en octubre. A la pregunta de cuándo se retirará responde con una sonrisa y con un cálculo hipotecario.
–Me quedan por lo menos cinco años más, porque he comprado una casa para mis padres en mi país y tengo que pagarla.
Antonia tiene 28 años y Marga, como hemos dicho, 40. Viéndolas juntas, tan distintas, se me ocurre que una vende sexo de fiestas de guardar y la otra sexo de días laborables. Y hay consumidores para todos los gustos. Pero
las dos están de acuerdo en que lo más fatigoso de su trabajo es escuchar a los clientes. Muchos, cuando se les ha acabado el tiempo, pagan una hora extra para poder hablar. El sexo es, con frecuencia, la coartada para hablar.
Y a una prostituta se le cuenta todo.–Para mí –asegura Marga– hay días en los que hacer camas en los hoteles es casi un descanso, porque
resulta agotador volver a casa con la cabeza llena de los problemas de los demás. No te puedes ni imaginar los conflictos que tiene la gente.Mientras conversamos, el camarero se mueve a nuestro alrededor disimuladamente, con curiosidad. Ha captado palabras sueltas de nuestra conversación (preservativo, felación, cunilingus…) e intenta averiguar quiénes somos, a qué nos dedicamos, qué tipo de relación nos une. Al pagar la cuenta, me dan ganas de escribirle el siguiente mensaje en la parte de atrás de la factura: “Éramos dos prostitutas, una antropóloga, un escritor y una niña de seis años con patinete”.
Al día siguiente, lunes, fui a primera hora de la mañana a buscar a Marga y a la niña a Cornellá, una localidad periférica donde viven desde hace unas semanas. Han tenido que trasladarse desde el Raval porque los alquileres, en este barrio, se han puesto por las nubes. Ni a la niña ni a ella les gusta Cornellá, pero el piso es de ellas. Hasta ahora, lo alquilaban y con el dinero del alquiler, más una cantidad equis, podían vivir en el centro. La cantidad equis ha crecido demasiado, expulsándolas a la periferia. Desayunamos en una churrería que hay debajo de su casa. Salma dormita en brazos de su madre con el patinete aparcado a medio metro. Mientras tomamos el café,
Marga me cuenta que en 2002 fueron al Senado para hablar ante una comisión. Cuando se enteraban de quién era la prostituta, empezaban a apartarse de ella y a mirarla de un modo especial.–Una vez –añade– le tuve que decir a un tío que no se preocupara, que no le iba a hacer nada si no me pagaba. Otro día estábamos acreditándonos Dolores Juliano, la antropóloga que dirigía LICIT, y yo. Lo de la antropóloga les pareció muy bien, pero cuando se enteraron de que yo era la prostituta, dijeron que tenían que consultar antes de acreditarme.
Era una comisión sobre prostitución y se preguntaban si debía estar presente la prostituta.Le pregunto si las monjas del colegio de su hija saben a qué se dedica y me dice que sí, pero que jamás le han dicho nada. La niña tiene un comportamiento normal desde cualquier punto de vista que se mire.
–Y yo –asegura–
soy tan normal como el resto de las madres. La niña no ve cuál es la diferencia porque, además, mientras hemos vivido en el Raval, ella
ha visto a las chicas trabajando en la calle y era amiga de todas. Conoce a todo el mundo y todo el mundo la conoce a ella. En el Raval se sentía muy protegida, más que en Cornellá. Tenemos un proyecto, que es vender la casa de Cornellá e irnos a vivir al campo para montar un hotel rural o un sitio para colonias infantiles. Es un sueño, pero tarde o temprano lo realizaremos. Cuando murió mi marido, su familia quiso quitarme a la niña y me llevó a juicio. Pero el informe médico-forense me dio la razón a mí. Decía que Salma tenía, a mi lado, todo lo que necesitaba una niña.
Yo he visto casos de mujeres a las que los servicios sociales les han quitado a sus hijos y les han destrozado la vida. Tú has conocido a mi hija. ¿Le has notado alguna carencia o que no me quiera? Yo me levanto por las mañanas y lo primero que veo es su sonrisa. Forma parte de mi vida como yo formo parte de la suya. Y la educo en el respeto a todo el mundo. Siempre le digo que tiene que tratar a los demás como le gustaría que la trataran a ella.
Me cuenta esto en el metro, donde nos dirigimos al Raval para dejar a la niña en casa de una amiga de Marga. Después asistiremos a una reunión en LICIT. Más tarde, Marga trabajará un par de horas en una esquina de la ronda de San Antonio. El vagón va medio vacío, de manera que nos sentamos juntos, en un asiento de tres. Salma se coge a su madre con una mano y sujeta el patinete con la otra. Cuando escucha sus últimas palabras, me mira y dice:
–Todos somos iguales: los rumanos, los cubanos, las polacas, las rusas, los gitanos…
Marga se quedó viuda del padre de Salma hace dos años. Desde hace uno mantiene una relación afectiva más o menos estable con un hombre cuatro o cinco años mayor que ella que no tiene nada que ver con el mundo de la prostitución. Se trata de un pequeño empresario, al que más tarde me presentará, un individuo muy atento a sus necesidades y que no le reprocha que haga la calle. Viven separados, pero a veces Marga se queda a dormir en la casa de él, o al revés. Se trata de una historia de amor bien curiosa porque se conocieron cuando Marga tenía 14 o 15 años y él 18 o 20. Entonces, Marga trabajaba en la casquería de la Boquería, pero pertenecía a un grupo de voluntarios que dedicaban el tiempo libre a ayudar a personas dependientes. Sacaban a los minusválidos y a los ancianos al parque, les organizaban festivales y actividades para que no estuvieran ociosos. José, su novio actual, pertenecía también a ese grupo de voluntarios, y se conocieron realizando esa actividad. Como tenían preocupaciones comunes, hablaban mucho. Con el tiempo, cada uno se convirtió en el amor platónico del otro.
–Cuando yo dije en mi casa que pensaba dedicarme a la prostitución, él estaba delante. Creo que dijo que yo era una persona lo suficientemente válida para vivir mi vida y cometer mis propios errores. Durante todos estos años, supe que llamaba a casa de mis abuelos para preguntar por mí. Finalmente, después de que muriera mi marido empezamos a vernos, y ahora, como te digo, es una relación más o menos estable. Él está en mejores condiciones económicas que yo, pero hemos pactado que yo necesito ser autosuficiente. No es que si le pidiera ayuda no me la diera, pero quiero salir adelante por mí misma. Nuestra relación ha ido evolucionando hacia una relación de tolerancia. Cuando voy a dar charlas sobre prostitución aquí o allá, siempre me acompaña.
Todos los hombres con los que he estado han sabido a qué me dedicaba. Siempre he tenido el privilegio de no esconderme, que es lo normal en mi profesión.Marga perdió a sus padres en un accidente de automóvil cuando tenía 10 años. Se educó con sus abuelos, que aceptaron su decisión de hacerse prostituta.
–Acababa de comprarme el piso de Cornellá cuando cerraron la casquería, de modo que llegué a casa y dije que no podía hacerme cargo de las letras si no me dedicaba a este trabajo. Me dijeron que tuviera cuidado de adónde iba y de por dónde me movía. Y que siempre tendría su casa abierta. Yo, al principio, llamaba a mi abuela y le decía: yayita, estoy aquí o allá, por si me pasaba algo. Siempre prevaleció el amor que nos teníamos.
Después de dos o tres trasbordos y decenas de estaciones, salimos del metro y emprendemos un recorrido por el laberinto de calles del Raval. Es media mañana, pero algunas se encuentran ya llenas de prostitutas. Me parece imposible que haya trabajo para todas y es evidente que no lo hay. De hecho, están ociosas y se alegran de nuestra llegada, que rompe la rutina. Salma va pasando de unos brazos a otros. Todas las mujeres la besuquean. Algunas abren el bolso y le regalan un euro. Marga se detiene un rato con cada una. Las hay de todas las nacionalidades. Habla con ellas de la vida, de los niños, del trabajo, de la familia… Por fin, logramos llegar a la casa de su amiga, donde nos despedimos de la niña. Y del patinete.
LICIT quiere decir Línia d’Investigació i Cooperació amb Immigrants Treballadores Sexuals. La asociación dispone de un pequeño despacho en el centro cívico Pati Limona. Acuden a la reunión Isabel Holgado, la antropóloga con la que cenamos la noche anterior; la propia Marga, y dos personas que trabajan para la organización: Olimpia, una cubana que no para de hablar ni de reír, y Valeria, una chica brasileña tímida y circunspecta. Todas se muestran preocupadas por la situación del sector. Al estar el mercado tan bajo, llega de todo y tienen datos para asegurar que ha aumentado el número de clientes violadores. Cada una relata las experiencias que ha tenido en sus visitas a las esquinas o a los pisos a los que acuden para concienciar a las chicas de la necesidad de utilizar preservativos, de defender sus derechos, de denunciar los casos de malos tratos o la existencia de menores. Comentan los lugares donde la gente es más receptiva o donde les ponen más trabas para entrar. Han revisado las páginas de contactos de la prensa diaria y han detectado un par de anuncios que les parecen raros, o sospechosos. Finalmente deciden que esa mañana acudirán a la calle de San Ramón y a la Ronda de San Antonio, dos lugares neurálgicos de la prostitución callejera. Una vez tomada la decisión cogen unas bolsas de plástico y las llenan de preservativos, de lubricantes vaginales y de folletos de LICIT en diferentes idiomas.
Vamos primero a San Ramón, una calle de no más de 100 metros donde hay entre 20 y 30 prostitutas, cada una con una lengua diferente, con un color diferente, con una edad diferente. Unas pasean y otras permanecen sentadas en sillas. Algunas forman grupos y otras permanecen solitarias. Nuestra llegada es bien recibida. Nos acercamos a cada una y nos identificamos como representantes de LICIT. Les damos condones y lubricantes y folletos. Olimpia, la cubana, se presenta a todas diciendo:
–Hola, mi niña, me llamo Olimpia; soy cubana, mi amor. Si necesitas abogado, médico, llama a este teléfono. Es gratis, ¿entiendes?, gratis.
Es evidente que muchas no la entienden (son nigerianas, polacas, rumanas, árabes, rusas…), pero comprenden que se trata de un mensaje de solidaridad, de modo que aceptan los preservativos y los lubricantes con una mirada de gratitud. Después buscamos por la zona a una menor que alguien ha visto durante los días pasados. Creen que es rumana, pero no están seguras.
Siempre que ven a una menor, avisan a la policía porque cerca de ella hay, casi con toda seguridad, alguien que la controla. De ser así, se ocupan de que se lleven a la menor y a la controladora en distintos furgones. No damos con ella.
En la ronda de San Antonio, las prostitutas se cuentan por decenas.
Todas se quejan de la falta de trabajo. Muchas llevan tres o cuatro horas sin hacer un solo servicio. Se nos acerca una rumana muy joven que le cuenta a Olimpia, con lágrimas en los ojos, que está embarazada. Olimpia saca el móvil y llama a alguien. Luego queda con ella para llevarla el miércoles al médico.
–Me llamo Olimpia; soy cubana, mi amor. El miércoles vengo y te llevo al médico. Intentaremos que no te cueste nada.
Y así vamos, de esquina en esquina, hasta que se nos acaban los preservativos y los folletos. Pasan de las dos de la tarde. Marga va a trabajar ahora en esa misma calle, pero le propongo que comamos algo primero, de modo que nos sentamos en la terraza de un bar y pedimos unas raciones. Marga ha salido de casa vestida para hacer la calle, pero no lleva nada realmente escandaloso. Simplemente va un poco ceñida. Ya hemos dicho que no vende magia ni fantasías venéreas, vende sexo cotidiano y conversación. Durante la comida, me habla de las extranjeras.
–Parece que aquí están mal, pero
tendrías que escuchar cómo están en los países de los que vienen. Las nigerianas te dicen que aquí, por lo menos, están vivas y comen todos los días. En su país no saben cuándo comerán ni si estarán vivas mañana. Aquí, en un McDonalds puedes comer por tres euros. A ver qué le cuentas a una persona que te dice eso, o que te dice que su madre la puede vender. ¿Cuántos países ha recorrido una chica que ha llegado hasta aquí desde Sierra Leona? ¡Y qué países! Estas mujeres tienen que aprender mucho, muy deprisa, y no perder la razón en el proceso.
Cuando terminamos de comer, hace un gesto de: venga, que hay que ponerse a trabajar. Le pregunto si no se pinta un poco, pues va con la cara lavada, y me dice que sí, que se pinta en un bar que hay allí cerca.
–Si vas pintada todo el día, la piel se estropea mucho.
De camino hacia la esquina en la que suele colocarse, nos tropezamos con una compañera que toma café en una terraza en compañía de un hombre. Hacen unas presentaciones un poco ceremoniosas y, tras despedirnos, me cuenta que el hombre, un sujeto mayor, la ha retirado. Cuando llegamos a su esquina, donde hay una sucursal de La Caixa, yo me siento a la mesa de una terraza y pido una infusión mientras ella se mete en el bar para “arreglarse”. La verdad es que sale casi igual que ha entrado, con un poco de color en los labios y en las mejillas. Nos hacemos un gesto de reconocimiento y se va a su esquina. Cerca de mí, alrededor de un banco, hay un grupo de rumanas, entre las que se encuentra la chica embarazada de la mañana. Son jóvenes y muy alborotadoras. Alivian el aburrimiento con risas y bromas. Muchas se pasean con un botellín de agua mineral entre las manos. Otras se comen furtivamente un bocadillo. Hay una, un poco alejada, mordiéndose las uñas.
Observo a Marga, a unos cincuenta metros de mi posición. Pasea con el aire casual de las putas de un lado a otro de la esquina. A ratos habla, o finge hablar, por el teléfono móvil. Pasa cerca de ella un tipo con una bolsa al que le dice algo. Él se detiene y conversan. Parece que están negociando, pero de repente el hombre golpea la bolsa, hace un gesto como de que tiene que entregar su contenido en algún sitio, y se despiden con un par de besos. Luego llega la Policía Municipal para retirar un coche mal aparcado y Marga lía la hebra también con ellos. Me doy cuenta de que
se necesita más paciencia para atrapar un cliente que para pescar un salmón. De hecho, pasan casi dos horas sin que caiga ninguno. Transcurrido ese tiempo, se acerca y me dice que acaba de llegar José, su novio. Tienen que recoger a la niña para llevarla a la colonia de verano, de modo que se acabó, por hoy, la jornada de trabajo. Me presenta a José, un tipo afable, con cara de buena persona, que me pregunta si pueden dejarme en algún sitio, pero yo voy al aeropuerto, en la dirección contraria a la de ellos, así que nos deseamos suerte y nos despedimos. Cuando ya está dentro del coche, digo a Marga que le dé un beso a Salma y me alejo preguntándome si pensará que me ha decepcionado. Después de todo, siempre que mostramos nuestro trabajo a otro nos gusta quedar bien. Quizá no era su día, ni el mío.
Por cierto, el nombre de guerra de Marga es Olga: nada especialmente exótico, tampoco, en esta elección.